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Columna: crónica de un virus jamás anunciado

Actualizado: 14 sept 2020




Pegatinas en la vía pública que indican por dónde deben circular los peatones, mascarillas obligatorias, prohibición de fumar en la calle y playas con capacidad limitada son algunas de las consecuencias que dejó esta pandemia jamás imaginada en España. Con nuevas restricciones que son la antesala de una segunda oleada de rebrotes en el país que hoy en día es señalado como el más infectado de toda Europa, con cifras que, según el Ministerio de Sanidad, son aún mayor que a principios de abril, esto parece recién comenzar.


¿Qué nos espera? Repasemos brevemente hacía atrás. A fines de enero se detectó el primer caso de COVID-19 en España, el paciente cero habría sido un turista alemán que lo introdujo al país. Unos días después un turista británico en la localidad de Mallorca fue el segundo caso detectado del virus.


En la parada del metro L5 de la Sagrada Familia en Barcelona, el paisaje atestado de gente no mostraba aún indicios de lo que pasaría luego: “Joder, lo que faltaba, parecemos chinos”, se quejó una chica que tenía el rostro apretado contra la puerta del tren. El 25 de febrero un turista de nacionalidad italiano dio positivo y el hotel de Tenerife en el que se alojaba fue cerrado y puesto en cuarentena con todos sus huéspedes y trabajadores dentro. Primera alarma, primer miedo mediáticamente difundido. Ahí comienza la cotidianeidad a plagarse de una sola palabra: VIRUS. Se acabaron los abrazos, los besos, las risas y la conversación no sería otra en la vía pública, cerraron bares y las recomendaciones de lavarse las manos y usar mascarillas inundaron la agenda y empapelaron la ciudad.


El peligro al contagio crecía con cada nueva muerte, parecía un virus del aire, imposible no contagiarse. Así fue que masivamente las instituciones y particulares se stockearon de material sanitario, lo que causó grandes problemas para el personal de los hospitales quienes rogaban a la población comprar con responsabilidad. Frente a esto, salieron al cruce otras voces de expertos, que hablaron sobre la mascarilla y su innecesario uso para las personas que no eran portadoras del virus. Los mensajes eran contradictorios y el ciudadano comenzó a fundirse en una suerte de laberinto sin sentido, donde había que comprar papel higiénico y cerveza para hacer batalla a este virus que solamente habíamos conocido a través de una ficción cinematográfica que comenzaba a cobrar sentido. No fue sino después de tres semanas de haber aparecido el virus en España que conseguí una mascarilla y una botella de alcohol en gel; hasta entonces recuerdo taparme la boca con una bufanda en el metro y lavarme con jabón hasta los hombros al llegar a casa.


Sábado 14 de marzo, el Presidente del Gobierno Pedro Sánchez, anunció vía cadena de televisión aquello que paralizó el país: decretó el Estado de Alarma y una cuarentena obligatoria para todo el territorio, sin excepción, conjuntamente con el cierre inmediato de todos los centros educativos, locales comerciales, bares, hostelería y ocio.


Durante el estado de alarma no se podía salir de casa, excepto para ir a trabajar, hacer la compra o pasear al perro. Existió, durante uno o dos meses, un negocio de alquiler de perros por la suma de 20 euros la hora, para todo aquel que quisiese salir de su casa a tomar aire.


En ese lapso sufrí una cistitis aguda que me inmovilizó. En la comunicación con la emergencia, del otro lado una voz confundida titubeó una suerte de explicación: “no te acerques a emergencia, podrías demorar dos días o más en ser atendida y deberás ser puesta en cuarentena porque te contagiarás del virus”. Asesorada por una doctora uruguaya me acerqué a una farmacia donde conseguí el medicamento sin receta “intentamos no pedir receta porque la gente no puede ir a buscarla”. Lloramos las dos: yo lloré de dolor y María, la farmacéutica, por la situación.


La gente en las calles tenía miedo, vivía el miedo alimentado por la incertidumbre, por esa situación jamás antes vivida. Llegó el peor día: 9 de abril. Se reforzaron las medidas de cuarentena en las que decretaron que únicamente podían circular por la vía pública los trabajadores esenciales y debían llevar consigo un permiso. Trabajé en una residencia estudiantil en Barcelona y en casi todas las oportunidades que salí de casa fui detenida por la policía. Viajé absolutamente sola en el metro durante varias semanas. Caminé en una Barcelona vacía, paralizada, sin gente, que solo cobraba vida a las 20 horas, cuando la población aplaudía el esfuerzo de los sanitarios y los vecinos se saludaban desde los balcones hasta recluirse nuevamente en el “quédate en casa”, que hasta las compañías telefónicas habían adquirido como lema y sustituido en las pantallas de los celulares en lugar del 4G.


Hasta la llegada de las desescaladas, fase 0, 0,5, fase 1, 2, fase 3. Liberaron paulatinamente a una población confundida, miedosa, cautelosa y cansada. Nos permitieron salir en franjas horarias y con distintos permisos. Entre las 6 y las 10, y entre las 20 y las 23 que nos tocaba a nosotros, los jóvenes, pero sólo a hacer deportes. Nos prohibieron sentarnos en la playa a descansar durante esas salidas, pero sí era posible “hacer deporte aquí parado”, titubeó un joven guardia civil, también confundido por la situación. Luego abrieron los bares, y desde allí todo fue un poco mejor. Fue posible ir a la playa, salir a comer, hacer reuniones de no más de 10 personas, sentarse en la plaza o pasear por el supermercado. Abrieron los centros comerciales y la gente pareció haber dejado atrás aquellos tres meses de encierro obligatorio.


Hoy en día estamos en la cuenta regresiva hacia un escenario incierto pero conocido. Un nuevo encierro parece inminente: se están adoptando medidas en pos del retroceso del virus, tales como la obligatoriedad del uso de la mascarilla, el cierre de los centros de ocio o lugares muy concurridos y la prohibición de fumar en la vía pública con el fin de evitar que la gente se quite la mascarilla.


Salir de casa por estos días es una odisea. El calor es agobiante y la mascarilla aún más; las posibilidades se limitan a sentarse en la terraza de un bar o en la playa donde, por ahora, está permitido quitársela. Eso sí, aún en la playa es obligatoria la distancia social entre personas, o en algunas localidades está la policía interviniendo los grupos montados en un cuatriciclo, como instrumento medidor de distancia: si el vehículo puede circular, la distancia es correcta.


Estaremos entonces a la espera de las nuevas medidas para paliar esta situación mundial que ha golpeado de forma directa y se ha introducido en todas las esferas de la vida cotidiana. La nueva normalidad parece no haber funcionado y el modelo se replanteará sobre la marcha. Mientras tanto, la gente sale cada vez que puede a disfrutar cada cerveza en el bar, porque como todos dicen: “puede ser la última en mucho tiempo”.

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